Noemi Gómez Mendoza
Universidad del País Vasco (UPV/EHU) / Universidad Tecnológica de Pereira (UTP)
Cita recomendada: Gómez Mendoza, N. (2022). ‘Husmeando el trabajo de campo: ¿a qué huele el trabajo de campo?’, entanglements, 5(1/2): 185-188
Resumen
¿A qué huele el trabajo de campo? Mediante esta sugerente pregunta, con las siguientes líneas pretendo explorar mi labor etnográfica en Puerto Caldas, Colombia, desde el olfato: una propuesta que invita a dejar de lado la observación -el sentido estrella en la antropología- y darle protagonismo a otros sentidos más olvidados pero que también influyen a lo largo del trabajo etnográfico, como lo es el olfato. Husmear mi etnografía me permite identificar el crisol de olores que me envuelven en mi caminar en el territorio y que, entrelazándose con el propio, componen un nuevo aroma que recoge (para mí) lo característico y distintivo de ese territorio, de las personas, los alimentos… con los que me relaciono y que automáticamente afectan a ese “otro” olor de afuera: el de la investigadora y su investigación. ¿Seguiremos oliendo igual al comenzar y al terminar nuestra labor etnográfica? ¿Qué implicaciones tiene ese (no) cambio de olor en la investigación?
Palabras clave: antropología de los sentidos, olor como alteridad, olor como pertenencia, etnografía, reflexividad, Colombia.
Husmeando el trabajo de campo: ¿a qué huele el trabajo de campo?
Caminando entre olores y recuerdos…
Caminar es una apertura al mundo. Restituye en el hombre[1] el feliz sentimiento de su existencia. Lo sumerge en una forma activa de meditación que requiere una sensorialidad plena.
(Le Breton, 2015, p. 135)
Me bajo de la buseta e inicio mi camino, un pie detrás de otro, y mi cuerpo comienza a percibir y relacionarse con el territorio, lo cual implica un sentir y recordar, reconocer y asociar (Sabido, 2016, p. 70). Una percepción que va más allá de una reacción física ante los estímulos del mundo, sino que involucra los significados que voy dando a lo que siento en la interacción con el entorno, convirtiéndose así en una “experiencia significativa” (Ibídem). Huelo a tierra seca, huelo a calor, no me disgusta. Es un olor distinto al de la ciudad de Pereira, donde el olor a humo de coche y asfalto mojado y tabaco es dominante y me provocan una tos casi constante que me dificulta respirar. En cambio, este nuevo olor a tierra seca, me invita a respirar profundamente y recordar mis caminatas de niña por el monte con mi hermana y mi padre: me relajo y me dispongo a disfrutar del camino de tierra seca que me conduce a mi destino.
Hay cambuchesa[2] ambos lados del camino, ocupando lo que eran las antiguas vías del tren. Miro hacia delante y pasa la primera mototaxi[3] levantando una cortina de tierra seca que, junto el humo del tubo de escape, me impregna entera hasta llegar a mis orificios nasales. No me gusta el olor, lo repudio. No puedo respirar; ese olor a tierra seca junto con el humo de la moto tiene un olor tan fuerte que me produce un picor excesivo. Necesito parar para continuar; me rasco la nariz y vuelvo a respirar un par de veces hasta volver a oler esa tierra seca que inicialmente me reconfortó y me invitó a caminar.
Sigo caminando. Vuelvo a oler mal, a algo que me disgusta como lo hacía el polvo de la tierra mezclado con el humo de la moto. Un olor como a podrido, como cuando era más joven y salía de fiesta y llegaba a esa zona donde todo el mundo orinaba. Miro a mi izquierda y veo que la marea del río La Vieja está baja, revelando a mi olfato una de las necesidades de la comunidad: el alcantarillado. Ese olor es de las aguas residuales estancadas que hacen que personas y animales de la vereda se expongan a enfermedades. Camino más rápido evitando respirar lo máximo posible hasta volver a encontrar el olor a tierra seca. Ya no lo identifico tan fácilmente, pero al menos ya no huelo a podrido. Vuelvo a respirar profundamente y me encuentro con ese olor ya familiar: tierra seca. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que las personas de mi entorno no reaccionan de la misma manera; y es que, como explica Le Breton (2007), “la percepción no es la realidad, sino la manera de sentir la realidad” (p. 25); esta está mediada por diferentes sistemas-culturales e historias que hacen que, frente las mismas sensaciones, no descifremos los mismos datos, y esta interpretación dependa de nuestro propio sistema de referencia (Ibídem). Esto hace que no exista como tal una verdad sobre los olores dentro de la comunidad, “sino una multitud de percepciones sobre el mismo, según los ángulos de enfoque, las expectativas, las pertenencias sociales y culturales.”(Le Breton, 2007, p. 12). Así, si bien este olor evocó en mí el recuerdo de cuando salía de fiesta, para las personas de mi alrededor puede que les recordara la falta de alcantarillado en la comunidad, el aviso de que aquel día no podían ir a pescar, o que incluso simplemente no percibieran el olor.
Llego a mi destino: la corporación El Comienzo del Arcoíris. Algunos de mis compañeros y compañeras que han llegado antes que yo en moto me saludan con un abrazo. Identifico un nuevo olor, un olor fuerte y totalmente distinto al crisol de olores encontrados durante el camino y que da cuenta de que hay alguien de fuera, un “extranjero” (Larrea, 1997, p. 45): huele a perfume. “¿Cómo oleré yo?” pienso, “Debo de oler “mal”, a una mezcla de sudor, tierra seca y, por qué no, a ese olor a podrido del que intentaba escapar. ¿Realmente huelo mal? ¿o es un nuevo olor que da cuenta del territorio caminado? Estas preguntas en mi cabeza me hacen pensar cómo el significado que damos a los olores muchas veces no son neutrales sino que responden a un orden y jerarquía social (Howes, 2014, en Sabido, 2016), estrategias para distinguir clases sociales, la desigualdad social y el racismo (Larrea, 1997, p. 21). De ahí que, como señala Synnott (2003) parafraseando a Hamlet, “nada hay fragante ni maloliento, bueno o malo, si el pensamiento no lo hace tal” (p. 440). En este caso, relacionar el perfume como buen olor frente al olor del campo como algo malo, podría estar relacionado con la pertenencia a una clase social: “la distribución de olores sí simboliza la estructura de clases de una sociedad, ya sea por el olor corporal o por la calidad y el costo de las fragancias” (Synnott, 2003, p. 447). ¿Estos olores que estaba identificando me estaban señalando los distintos grupos poblaciones que cohabitan en un mismo territorio? ¿era el perfume una marca de distinción?
El olor al encuentro: sancocho
El olor a canela puede formar parte de algún lugar o de algún ambiente en el que, de niñas, o de más mayores, se nos haya permitido estar y compartir. Y recordar para siempre
(Soto Marata, 2021, p. 342)
Tras varias horas trabajando en la huerta bajo el sol con otros compañeros y compañeras que se han unido a al convite[4] “Minga[5] Pa Acá convocada por la corporación El Comienzo del Arcoíris, hago una pausa y observo a mi alrededor: a pesar de los sombreros para protegernos del sol, los rostros están empapados de sudor, el cual se mezcla con la capa de crema solar que llevamos puesta; es un olor que pasa desapercibido para mí, seguramente porque es un olor compartido. Miro mis manos sudadas, sucias de tierra y con una ampolla reventada que evidencia mi inexperiencia en el trabajo de campo; las acerco a mi nariz y me las huelo, como si así pudiera identificar el estado de las mismas. Huelen horrible, un olor que mezcla el fuerte olor a sudor junto a madera humedecida por el mismo sudor. ¿Otra evidencia de mi falta de costumbre a trabajar la tierra?
Son aproximadamente la 1:15pm y todos nos vamos a almorzar. Dejamos las palas y las azadas y nos sentamos por el “hall” mientras nos sirven un plato de sancocho.[6] Me siento junto a Daniela y huelo el sancocho caliente. Ella se ríe mientras me observa; justo unas semanas antes habíamos hablado de mi imposibilidad de comer cosas calientes cuando hace calor. Es oler el sancocho y, aunque huele delicioso tras una larga jornada de trabajo, el calor que huelo hace que mi estómago se cierre y se me quite el apetito; este olor a caliente que me recorre con tanta pesadez que es como si me llenara. Esta sensación pone en evidencia que la sensorialidad humana no es la suma de sentidos[7] independientes, sino que estos están interconectados; como explica Cárdenas (2014) “el cuerpo humano es un sistema cuya sensorialidad radica en la participación (…) [ya sea] en sinestesia o en un trabajo sinérgico de aprehensión global” (p. 35).
Y entre risas, confesiones y planeando mi próximo cumpleaños (30 años no se cumplen todos los días) terminamos de almorzar sonriendo, felices de haber compartido un buen almuerzo después de un día de minga comunitaria. Respiro y huelo el rastro que ha dejado el sancocho de cada plato: un olor que me hace sonreír y me hace sentir feliz; un olor que me recuerda el tiempo y el espacio compartido, el trabajo colectivo, y todas las relaciones que se entretejen durante ese compartir. El sancocho huele a comunidad, a encuentro y trabajo colectivo que junta a personas diversas para trabajar por un bien común, en este caso, la soberanía alimentaria. Si bien cada uno venía oliendo a su perfume favorito, en el transcurso del caminar, del trabajar y compartir en un mismo territorio, todos y todas hemos sido afectados los unos por los otros, por el territorio, adquiriendo un nuevo olor que inicialmente no identifico. Mi compañero me recoge en el coche, “me imagino que oleré mal” pienso; “¿Por qué huelo mal?” vuelvo a pensar -es el nuevo aroma que compartí con las personas durante el día de hoy en el Convite Minga Pa Acá, el cual me hará recordar todo lo compartido en el día. Tal como señala Pepi Soto Marata referenciando a Héritier: “[…] lo sucedido se desvanece, pero queda lo esencial, […] que resurge con el encanto furtivo de una evocación, con el escalofrío de una sensación, la fuerza sorprendentemente viva y en ocasiones incomprensibles de una emoción” (Héritier, 2012, en (Soto Marata, 2021, p. 342). El olor a tierra, a podrido, a Sancocho: todo ese crisol de olores serán el recuerdo de la historia que viví con una comunidad, de una experiencia significativa compartida.
La notas
[1] Si bien utilizo el término “hombre” respetando la traducción realizada en el libro, interpreto dicha palabra como sinónimo de “humanidad”, incluyendo tanto el género femenino y masculino, como neutro.
[2] Los cambuches son viviendas “improvisadas” construidas con todo tipo materiales (cartón, plástico, madera, guadua (planta que pertenece a la familia del bambú)). Este tipo de vivienda es característico de las zonas marginadas y de personas de bajos recursos en Colombia.
[3] La mototaxi o motoraton es un medio de transporte popular que facilitan los habitantes de Puerto Caldas (principalmente hombres) a la población, al carecer de un sistema de transporte público.
[4] Un convite es invitar a una comunidad a una comida colectiva para trabajar en un proyecto común, en este caso una huerta comunitaria.
[5] “La expresión minga es asociada a formas de trabajo comunitario propio de las comunidades amerindias ubicadas en la cordillera de los Andes desde Chile hasta el Colombia” (López, 2018, p. 2).
[6] El sancocho es una especie de sopa que contiene carne, verduras; en este caso estaba compuesto por pollo, papa, yuca y plátano.
[7] Los cinco sentidos, según la tradición occidental son 5 (oído, vista, gusto, tacto y olfato).
Bibliografía
Cárdenas, B. M. (2014) Construcciones culturales del sabor: Comida rarámuri, Anales de Antropología, 48(1), pp. 33–57.
Larrea Killinger, C. (1997) La cultura de los olores. Una aproximación a la antropología de los sentidos. Abya-Yala.
Le Breton, D. (2007) El sabor del mundo. Una antropología de los sentidos. Buenos Aires: Nueva Visión.
Le Breton, D. (2015) Caminar. Elogio de los caminos y de la lentitud. Madrid: Siruela.
Lopez, O. (2018) Significados y representaciones de la minga para el pueblo indígena Pastos de Colombia, Psicoperspectivas, 17(3), pp. 1–11.
Sabido, O. (2016) Cuerpo y sentidos: El análisis sociológico de la percepción, Debate Feminista, 51, pp. 65–80.
Soto Marata, P. (2021) Crecer y aprender, mientras tanto. El dominio teórico y etnográfico de una Antropología Sociocultural de la Educación. Barcelona: Belaterra Edicions.
Synnott, A. (2003) Sociología del olor, Revista Mexicana de Sociología, 2, pp. 431–464.
Biografía del autor
Noemí Gómez Mendoza (ngomezmendoza@gmail.com) es Licenciada en Pedagogía por la Universidad del País Vasco (UPV/EHU) y Doctora en Estudios Feministas y de Género por la misma universidad. Da clases en la Universidad Tecnológica de Pereira y es soñadora en el centro comunitario El Comienzo del Arcoíris. Sus líneas de investigación son el trabajo comunitario, la educación popular feminista y la antropología feminista.
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